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La mitad del camino

Revista Viva - 27 de febrero de 2000

Es un momento de crisis y oportunidad. Se extiende entre los 35 y los 45 años. Hoy cuatro millones y medio de argentinos transitan por esta etapa vital que permite la revisión del pasado, la puesta a punto del presente y la oportunidad de apostar a un futuro más próximo al deseo.

Ella se casó muy joven. A los 21 años ya andaba comandando pilas de pañales. Tuvo tres hijos, se separó y siguió al frente de la casa haciendo malabares para llegar a fin de mes. En los ratos libres que le dejaba su trabajo de coordinadora de ventas en una firma de ropa -y cuando las cuentas le cerraban- hizo cursos de actuación, de dirección teatral, de escritura, participó en un periódico de barrio y hasta tuvo un espacio en un programa dominical de una FM para comentar los libros que le habían gustado. Soledad San Emeterio, aquella chica con inquietudes que se casó a los 19, vio cómo los hijos se le hacían grandes, terminaron la secundaria, se anotaron en la facultad y hasta se pusieron de novios. Los vio irse poco a poco y casi de un día para otro, hace tres años, se encontró con dos cuartos vacíos y una casa enorme.

"Todavía me acuerdo. Estaba por cumplir los 44, me paré en el centro del living y me dije: 'Y ahora ¿qué hago?' No sabía muy bien. Sentí una cosa rarísima. Como si hubiera llevado una mochila en la espalda durante 25 años y de repente no tenía nada que cargar... En lugar de pensar qué suerte que no tengo peso, pensé ¿qué voy a hacer ahora sin valijas? Viendo los cuartos vacíos de mis hijos, me dije que tenía que empezar a llenar esos lugares. No iba a vivir quejándome. Tenía que hacer algo. Por fin podría estudiar, pero ¿qué?". Entonces Soledad cayó en la cuenta de que ya no tenía que elegir para complacer a sus viejos, o porque era lo que tenía que hacer. Ahora, y por primera vez en su vida, podía hacer algo sólo porque se le daba la gana. Siempre le había gustado leer. Pues bien, se anotó en la carrera de Letras.

Hoy Soledad, con 46 años cumplidos, pasa a tercer año en la Universidad de El Salvador. Vive con su hija menor -de regreso al hogar después de pasar un tiempo con su padre-, sigue con su local de ropa y lee cuanto clásico le cae en manos. "Estoy donde quiero estar, por el placer de estar", dice como quien comenta una travesura. "Y eso es algo poco frecuente cuando se es muy joven, porque siempre está la sensación de que tenés todo el tiempo por delante. Algún día voy a hacer tal cosa, en otro momento voy a hacer tal otra. Y vas pateando la pelota. Pero bueno, es difícil, pero por suerte hay un momento en que te das cuenta de que el futuro es hoy. Y que es mejor que, de una vez por todas, te pongas las pilas."

Como le sucedió a Soledad cuando partieron sus hijos, hay un momento, entre los 35 y los 45 años, en que a hombres y mujeres les comienza a sonar el despertador de la mitad de la vida. Es un latido urgente, molesto, que suele tomar por sorpresa hasta a quienes hacían lo que se suponía debían hacer los adultos -seguir una carrera, casarse, comprarse una casa y tener hijos-. El motivo puede ser cualquiera: el haberse descubierto las primeras arrugas; cuando el primer "usted" resuena como un latigazo... la pelada que ya no se puede seguir ocultando; la foto en que por primera vez se nota el parecido a padre o la madre... El motivo puede ser cualquiera, sí. Pero lo que no varía es que, a partir de allí, algo cambia para siempre.

La etapa puede presentarse como una crisis, como un punto aislado en la línea de la vida, acompañado por síntomas como ansiedad, depresión, dudas sobre sí mismo. Es decir: es un momento en que gente perfectamente normal parece volverse loca. Pero también puede desarrollarse como una transición, como un camino progresivo donde cada quién va ocupando cómodamente aquellos lugares que siempre le habían quedado grandes.

Pero sea tanto a través de una crisis como de una transición, cinco años antes o cinco después de los 40, la "mitad de la vida" es el momento exacto en que una persona, hombre o mujer, se da cuenta de que ya no puede seguir pensando qué va a ser cuando sea grande.

Estar allí no reviste ningún mérito ni tampoco puede uno escaparse: les sucede fatalmente a todos los que logran vivir la suficiente cantidad de tiempo. Es más, el término "mitad de la vida" es muy reciente. Comenzó a usarse en 1976 a partir de la publicación del libro "Pasajes", de la norteamericana Gail Sheehy, en tiempos en que la esperanza de vida al nacer comenzó a rondar los 70 años. En la argentina, según el INDEC, la expectativa de supervivencia trepó de los 62,7 años en 1950 a 73,1 en 1995. más allá de las matemáticas, de todas formas, se estima la mitad de la vida en la franja que va entre los 35 y los 45 años. No es fácil, pero tampoco tan terrible como puede imaginarlo (si puede) un joven. Lo bueno es que a esa altura de la vida ya habrá en las reuniones una buena cantidad de amigos y más de un pariente bromeando también sobre la vida sana, las arrugas, las panzas, la calvicie, la presbicia y los milagros de la cirugía plástica moderna. Así es: demográficamente, por el alargamiento de la vida, la gente que está en esta etapa es un número importante en la pirámide de la población. El INDEC estima que 4.500.000 hombres y mujeres (12,30% de la población) están hoy entre los 35 y los 45 años.

A Jorge Correa, el reloj le sonó poco después de cumplir los 35. Y de un modo bastante singular. Por aquel tiempo era un psicólogo hecho y derecho con un consultorio en Barrio Norte, novia, departamento, y hasta un velero construido con sus propias manos. Vivía bien, pero siempre llegaba a la conclusión de que si volviera a nacer, sería cirujano. Lo cierto es que un día, poco tiempo antes de la conmemoración de los 500 años del descubrimiento de América, se le ocurrió anticipar sus vacaciones y reproducir, a bordo de su velero, el viaje de Cristóbal Colón. El suyo fue el primer velero de 5,80 metros de eslora que logró unir el Puerto de Palos con Santo Domingo, y su historia de 35 días en medio del Atlántico fue tapa de todos los diarios.

Pocos días después de los homenajes, Jorge tuvo que ocupar una rutina que ya no le gustaba. "Caí en depresión hasta que un amigo me dijo '¿Cómo vas a estar bajoneado si vos naciste de nuevo?'. Y me hizo clic. Tenía 35 años y decidí terminar la carrera de medicina y convertirme en cirujano. Fue difícil comunicarles a mis pacientes que no iba a atender más, pero recuerdo a una mujer que, después de enojarse, me dijo: 'Estoy contenta de haberme analizado con un tipo que se permite lo que se le canta'. Mi novia, en cambio, no lo entendió. Me dejó al poco tiempo."

Empezar otra vez no fue fácil. Le costó explicar por qué estaba diez años atrasado en su graduación, pero finalmente consiguió su primer trabajo como cirujano plástico en una clínica de cirugía. Hoy tiene 43 años y medio y pasa la mayor parte de su tiempo en otro velero, algo más grande que el primero pero también construido con sus manos, que atraca en una marina cerca de la cancha de River Plate, en el barrio porteño de Núñez. Pudo arreglar las cosas de tal modo que tiene tiempo para su pasión de navegar: divide su semana en tres guardias de 12 horas o más (domingos, martes y jueves) en el Hospital Melo de Lanús y en su consultorio particular en Capital, para poder tener los otros días libres. "Me encanta lo que hago, siento que tengo un contacto más humano con mis pacientes: los toco, les cuento chistes o aspectos de mi vida personal... mi función es reparadora. No soy famoso en la cirugía plástica y nunca lo voy a ser. Soy medianamente bueno en lo que hago, soy querido y respetado en el hospital donde trabajo. Y tengo una novia, María, que comparte mi gusto por viajar, mochila en el hombro, por todo el mundo. ¿Las ventajas de llegar a los 40? Vivir más de acuerdo con mi deseo."

El destino quiso que aquel viaje fuera una bisagra en la vida de Jorge. Pero con barco o sin barco, esta etapa tiene siempre algo de tránsito, de cruce, de pasaje. "Se parece a otra crisis vital, la adolescencia: el duelo por el cuerpo infantil perdido, por la identidad del niño y por los padres-que-todo-lo-podían de la infancia, es equivalente a los duelos de la mitad de la vida, por perder el cuerpo joven, los padres protectores y la identidad joven", explica el psicoanalista Guillermo Julio Montero, presidente de "Travesía", una fundación que se ocupa de investigar y de dar asistencia terapéutica y vocacional-ocupacional a personas en la edad media de la vida.

Antonio Vaquer y Diez de Tejada vivió todos esos duelos como terribles sacudones. El, que había nacido en el seno de una familia de la aristocracia, vio cómo se derrumbaba toda la fortuna familiar, sus padres se separaban en medio de enfermedades agudas y desaparecían los que habían sido "amigos" en los buenos tiempos. Se empleó hace doce años en la Biblioteca del Congreso y trató de seguir la vida en el llano, ayudado por Florencia, su mujer y madre de sus dos hijos. Todo parecía haber vuelto a la normalidad hasta hace tres años cuando, próximo a cumplir los 37, le detectaron un bloqueo en el ventrículo derecho y tuvo que dejar los deportes que practicaba. "Fue una etapa muy complicada. Tenía un despelote bárbaro en la cabeza. Me sentía un adolescente y estaba por cumplir 40. Pensé: tengo que cambiar, hay algo que hago mal. Decidí analizarme, hice un año de terapia y, la verdad, nací de nuevo. Me cambió la vida. Todos mis rollos volaron, con mil historias del pasado."

"Nacer rico y quedar en la pobreza de un día para el otro es muy fuerte. Te da bronca y la pasas mal. Pero lo que más duele es que en los que creías estén todos 'en reunión' cuando los llamas por teléfono -ironiza Antonio Vaquer y Diez de Tejada-. Lo bueno es que creces de golpe. Decidí que quería hacer algo con mi vida porque el tiempo pasa y los años te muestran que todo no podés, pero que bien podes destinar tiempo a algo que te gusta." Antonio decidió anotarse en un taller de pintura en la Biblioteca del Congreso, y hoy le dedica todo su tiempo libre. Todavía nada profesional, aunque colgó algunos de sus cuadros en su trabajo y en las paredes de locutorios de propiedad de un amigo.

Para el psicoanalista Montero, esta capacidad de tomar conciencia de la vida como algo finito, como que ya no se puede seguir todo el tiempo empezando de nuevo, es justamente lo que le da otra calidad a lo que se decide comenzar. Y, en este sentido, "resignar" significa tanto hacer a un lado las cosas que ya no vamos a hacer para potencializar otras, cuanto "re-signar" (volver a firmar), poner la firma a un proyecto de desarrollo individual. Y éste es el verdadero sentido de la palabra crisis: la mezcla de la palabra "conflicto" con la palabra "oportunidad".

Eduardo y Adriana Oxer tienen 46 y 45 años. Se casaron hace 24. Hasta que nació su primera hija, Verónica (23), Adriana estudiaba Letras por la noche y trabajaba todo el día en una oficina. Después del parto decidió dejar la Facultad y siguió trabajando hasta que nació Julieta (18). Ya para la llegada de Guido (15) era ama de casa y madre full time. No le resultó fácil quedarse en casa, pero fue una decisión de la pareja: él tenía buen sueldo, ella era una madraza y, por último, siempre mantuvo algunas actividades paralelas que no la hicieron sentir enclaustrada.

Adriana comenzó a escuchar el reloj tiempo después de los 30. Pero fue una transición, algo gradual que comenzó con "verdugueos" de los hijos adolescentes acerca de la "vejez", o ciertas limitaciones en el rendimiento físico y los cambios de aspecto registrables frente al espejo. Por lo demás, dice, no tiene demasiado registro de cuánto cambió. A los 39 años, con hijos ya adolescentes, Adriana decidió volver a la Facultad e hizo la carrera Psicología Social. Hoy coordina grupos de autoayuda en el hospital Pirovano, y su sueño es lograr un espacio en la radio para hacer un programa dirigido a adolescentes. Eduardo, abogado, atravesó la crisis, en cambio, hacia los 40. "Cuando te miras al espejo te das cuenta que ya no sos un pibe. Antes tenía más voluntad para hacer ciertas cosas, no me cansaba tanto con el ritmo fuerte de trabajo en mi estudio jurídico y no esperaba las vacaciones como ahora. Pero también es cierto que uno va cambiando de gustos: hay cosas que antes me fascinaban y hoy no disfruto." Dice que le gustaría hacer gimnasia y llevar una vida más sana, en la que pueda ir reduciendo las horas de trabajo. "Quisiera estar más en contacto con la Facultad, escribir, trabajar, conocer lugares... El hecho de que los chicos estén grandes te permite dedicar más tiempo a la pareja y a vos mismo, a cosas que te gratifiquen. Todos tenemos cosas pendientes -apunta Eduardo-. Por suerte, porque si no, la vida sería muy aburrida."

En el caso de los Oxer "la mitad de la vida" tuvo la forma de una transición. Pero para muchos esta etapa se presenta como un corte abrupto en el crecimiento. "Algunos tienden al estancamiento, al empobrecimiento, a la vida chata, como si la vida se hubiera terminado con la juventud perdida. Otros pueden tender a la aceleración vertiginosa con la falsa idea de ganar tiempo, de regresar a la adolescencia, como una huida hacia atrás que termina produciendo muchas frustraciones", señala la psicoanalista Alicia Mirta Ciancio, especialista en mediana edad. En efecto, en su forma de crisis aguda, la mitad de la vida puede incluir estados de profunda depresión y, antitéticamente, estados de euforia. También puede presentar fantasías de disminución de la potencia sexual en el hombre, y fantasías de anticipo de la menopausia en la mujer; sensaciones de miedo indiscriminado acompañadas por temores a la soledad; preocupación excesiva por el cuidado físico, arrugas, canas, caída del cabello, etc.; competencia y rivalidad con los hijos; temores hipocondríacos acerca del propio cuerpo; la sensación de necesitar comprobar los rendimientos del esfuerzo físico con otros; frecuentes crisis de la pareja, las que, no encaminadas claramente, deciden muchas separaciones.

Como señaló Gabriel García Márquez a propósito del desfasaje que produce el vuelo en avión, también aquí "el cuerpo llega antes y el alma tarda un poco más en llegar". Las pequeñas transformaciones que se producen, sobre todo a nivel corporal, operan subjetivamente en las personas: la forma en que la persona se ve, la forma en que la persona supone que los demás la ven (y que puede o no corresponderse con la realidad) y hacen, por ejemplo, que una mujer se sienta, desde ese momento, que los demás ya están viendo a la abuelita.

"Me siento más joven de lo que seguramente me ven los demás. Ya no están las arrugas sino mis arrugas. Pero en lugar de sentirme una víctima, pienso que ahora tengo mayores posibilidades de disfrutar de las cosas. Nada más y nada menos", reflexiona Soledad San Emeterio. "Obviamente si a esta altura de la vida uno quiere dedicarse al baile no puede pretender ser Ana Pavlora; ni alcanzar a Maradona pateando una pelota. Pero sí podes pretender hacer aquello que tengas ganas de hacer, lo mejor que puedas."

Ser consecuente con el deseo y realista con las posibilidades. A esto se refería el psicólogo Carl Jung en un ensayo llamado "Las etapas de la vida", escrito alrededor de 1930, cuando ofrecía la clave para ser feliz: "No trates de vivir en la tarde de la vida de acuerdo con el programa de la mañana."

Liliana Gila tuvo que esperar a cumplir los 39 para vivir sola por primera vez. Está entusiasmada porque pudo concretar el sueño de un departamento propio. La vida no le fue fácil: a los 21 años, con dos años de casada, supo que su pequeño bebé tenía severos daños neurológicos que lo habrían de obligar a vivir internado en una clínica especializada. Liliana se ocupó de su madre enferma crónica y crió a su pequeño hijo sin descuidar el matrimonio y un trabajo de oficina. Después de su divorcio en 1989, volvió a la casa paterna. Convivió seis años con otra pareja y, el año pasado, cuando se termino la relación, pasó un tiempo en casa de su hermano y su cuñada. Hoy, recién embarcada en la aventura de vivir sola, a un par de cuadras de donde está internado su hijo, dice que valora el poder de elección que le dan los años:

"Creo que pasados los 35 podes decir: 'me gusta esto', o 'quiero esto', y tener la certeza de que es eso, con el valor que implica la elección. Uno está más cerca de su deseo. No sé exactamente todo lo que quiero, pero sí sé exactamente lo que no quiero. Ahora es mi oportunidad de ver qué cosas quiero y puedo hacer de todas aquellas que tuve que dejar de lado. Por ejemplo, puedo descubrir las ventajas de vivir sola y de disponer de mi tiempo."

Para Laura y Raúl López la mitad de la vida fue la oportunidad de plantearse el deseo de un hijo. Por primera vez. Ambos venían de matrimonios anteriores y se fueron a vivir juntos al mes de conocerse, hace casi siete años. Ella y su marido, 10 años mayor y encargado en el taller de una concesionaria, se definen como "gente simple: trabajamos, cuidamos la casa, jugamos al Scrabel, escuchamos tango, nos amamos". Hace cuatro años que buscan un bebé. Después de muchos intentos se decidieron a hacer el trámite de adopción y, con esa finalidad, se casaron el año pasado. Después se enteraron de que había posibilidades de tener un hijo biológico mediante tratamientos de fertilización asistida. En eso están, pero tienen clara conciencia de que si estos métodos no resultan, a finales de año retomarán el trámite de adopción.

Laura no tiene problemas con la edad. "Todo pasa lentamente. La vida es generosa, te da tiempo de envejecer. No te despertás un día con cien arrugas y el pelo blanco. Vas envejeciendo lentamente. A nadie le gusta arrugarse o ponerse canosa. Pero me cuido. A los 38 años, me siento más cansada, pero también más serena. Disfruto más de las cosas y me bajoneo menos." Dice que no está conforme en la parte laboral, trabaja en telemarketing, porque a veces se siente algo discriminada por ser la más grande, pero tampoco ha puesto mucha energía en conseguir algo mejor.

Laura y Raúl no tienen miedo de tener su primer hijo a esta edad. Tampoco viven como frustración el no haberlo tenido antes. Simplemente, dicen, no estaban dadas las condiciones: hoy su deseo es la consecuencia directa del hogar que formaron y del amor que se tienen. Y no dudan de que el niño por venir, adoptivo o biológico, será el fruto de ese amor. Por primera vez en la vida, Laura sabe ahora que quiere ser mamá, que no se lo quiere perder. Y está segura de que va a se mejor madre de lo que hubiera sido a los 25 años. "Porque hoy -dice-, soy una mejor persona."